Como aficionado al senderismo, aunque no me sean ajenas sus orillas, estoy más acostumbrado a observar las aguas del Lago de Sanabria desde los miradores naturales que ofrecen los cañones del Tera, Cárdena o Segundera, o incluso desde la carretera de San Martín de Castañeda a la Laguna de los Peces. Hay muchas formas de descubrir las intimidades de este entorno, desde contemplar una puesta de sol, hasta bucear en sus profundidades, pero, en cualquier caso, lo más común es que la sensación de bienestar le invada a uno, es sentir que se contempla un elemento emblemático del territorio y que, a buen seguro, debe marcar el pulso del conjunto paisajístico de su cuenca y de toda la sociedad que lo valora. A veces me pregunto desde qué perspectiva se puede observar, percibir o valorar este singular patrimonio natural y humano a través del manejo de los hilos de la política, de la gestión territorial, algo fundamental para garantizar la convivencia entre la sociedad y los sistemas naturales.
Pues bien, al margen de la legislación en materia de protección de los espacios naturales o de la protección y uso sostenible del agua, se encuentra la Estrategia de Desarrollo Sostenible de Castilla y León, donde se recogen los principios rectores dirigidos a «conseguir un desarrollo sostenible real», tratando de alcanzar una economía más próspera, un alto nivel de empleo de calidad, de educación, de protección sanitaria y de cohesión social en un marco de protección del medio ambiente y utilización racional de los recursos naturales. Entiendo que estos pilares son la atalaya desde donde debe observarse la gestión política de cualquier territorio.
Fijémonos en uno de ellos: El principio de cautela o precaución recoge la «necesidad de tomar una actitud de vigilante anticipación, que identifique y descarte de entrada las posibles consecuencias perjudiciales, al margen de la utilización de los mejores conocimientos y técnicas disponibles»; resumiendo, adelantarse a la certidumbre científica para minimizar el riesgo. Podemos pensar que este principio rector puede plantear un desafío al método científico establecido pero, sobre todo, propone a los políticos que comiencen a pensar en términos temporales mayores a los que representa una legislatura, ya que estamos hablando de la calidad de vida de los que vivimos hoy, pero también de los que lo harán mañana. ¿Es así como se observa la gestión de nuestro territorio? ¿Existen políticas para el lago de Sanabria y su entorno que adopten medidas con antelación a la evidencia científica, o en presencia de una ignorancia fundamental sobre posibles consecuencias imprevistas? ¿En qué punto, y ante la existencia de una alarma social, se diluyen los principios rectores de la política en materia de sostenibilidad, pasando a ser lo primordial tener la razón cueste lo que cueste? ¿No es más sensato respetar las legítimas alegaciones manifestadas por organismos, científicos y ciudadanos cuyas pretensiones son perfectamente comprensibles, e imponer acciones inmediatas, participativas y transparentes, incluso ante la inexistencia de una certidumbre científica completa de las relaciones causa-efecto?
Señores políticos, ¿por qué no son cautos? Más vale prevenir que curar, no todos los riesgos son aceptables. ¿Por qué esperar a que las instancias oficiales reúnan pruebas suficientes del daño? ¿Podemos continuar permitiéndonos el lujo de seguir aprendiendo por medio de catástrofes? No obstante, señores políticos, si al final sus principios rectores se basan en la posesión a ultranza de la razón, deben tener en mente las consecuencias que originarían una gran equivocación, ya que parece mejor tener algo de razón en el momento adecuado que tenerla plenamente pero demasiado tarde.
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